Carlos Hernández Torres
México no se ha derrumbado. Se ha encogido. No estamos ante una tragedia repentina, sino frente a una
decadencia progresiva, meticulosa y consentida. Las ciudades crecen, pero el carácter se reduce. El
conocimiento se expande, pero el coraje se extingue. Hoy, el mexicano urbano de clase media, empresarial
o joven profesional sabe lo que está mal… y no hace nada. Y esa omisión —consciente, silenciosa y
extendida— es la forma más perversa de cobardía.
La clase media mexicana vive con miedo. No el miedo noble de quien enfrenta amenazas reales, sino el
miedo mediocre de quien prefiere callar para no incomodar. Tiene lo suficiente para sentirse con derechos,
pero no lo bastante para defenderlos. Sabe que las cosas están mal —la corrupción, la impunidad, la
mentira institucionalizada— pero su prioridad es conservar su lugar en la escalera, aunque esa escalera ya
no conduzca a ninguna parte. No lidera, no confronta, no propone. A lo mucho ironiza en redes, comparte
indignación digital y vota sin convicción. Le aterra perder su estatus, su ingreso, su auto. Le teme al
sindicato, al SAT, al director, al burócrata. Y así, encogida por décadas de entrenamiento para “no hacer
olas”, se ha vuelto cómplice por omisión.
El empresario mexicano no escapa a este patrón. No hay liderazgo empresarial real en este país. Lo que
hay son gestores de estabilidad, cuidadores de su margen operativo, cabilderos de pasillos grises. Salvo
contadas excepciones, ha dejado de pensar en términos de nación. Su ética termina donde empieza su
contabilidad. ¿Responsabilidad social? Un logo. ¿Transformación? Un riesgo innecesario. ¿Visión a largo
plazo? Solo si no afecta el trimestre. No se le pide heroísmo, pero sí algo de dignidad. No se espera que
derrote al sistema, pero sí que no lo financie. Y sin embargo, prefiere callar, negociar en privado, aplaudir
en público, pagar por debajo, colarse por encima. Que el país arda… mientras no afecte su flujo de caja.
Y luego está el joven urbano, el más preparado, el más conectado, el más educado… y también el más
ausente. Creció con el discurso del esfuerzo y la realidad de la simulación. Estudió, se formó, aprendió
idiomas. Pero vive ansioso, disperso, paralizado por la contradicción entre su potencial y un país que no lo
necesita. Tiene una sensibilidad aguda, pero poca entereza moral. Milita un día, se burla al siguiente.
Celebra causas, pero no se compromete. Quiere ser escuchado, pero no interpelado.
Quiere reconocimiento sin sacrificio. Liderazgo sin responsabilidad. Sabe —y lo sabe bien— que México necesita
carácter, firmeza, dirección. Pero su energía se diluye en memes, en ironías, en activismo de consigna.
Y mientras tanto, ¿qué pasa con el mexicano marginado, con el miserable funcional del sistema? Se ha
convertido en carne de cañón, en peón útil del poder que lo condena a la dependencia perpetua. Desde
el niño de la calle que duerme sobre cartones, hasta las Marías que ofrecen dulces con un bebé en brazos,
los limpia parabrisas en cada crucero, los viene-viene que se adueñan de las banquetas o los que extienden
la mano afuera de los templos: todos forman parte de un ejército de limosneros institucionalizados. No
por elección, sino por diseño. El sistema necesita su miseria para perpetuarse, y la clase media indiferente
les lanza unas monedas para acallar su conciencia sin alterar el orden. Los ve, los esquiva, los ignora. No
los mira a los ojos porque sabe, muy dentro, que también está fallando. Que normalizar la pobreza extrema
es otra forma de complicidad cobarde. Que aceptar como paisaje cotidiano el sufrimiento ajeno es tan
destructivo como provocarlo.
La tragedia mexicana no es fruto de la ignorancia. Es resultado de la cobardía. Una clase media que sabe,
pero se calla. Un empresariado que entiende, pero se acomoda. Una juventud que intuye lo que hay que
hacer, pero no lo hace. Y una ciudadanía que convive todos los días con la miseria sin escándalo, sin
preguntas, sin acción. Ya no se trata de falta de talento. Se trata de falta de columna vertebral. El
“mexicano enano” del que hablaban Marina y Rambaud no es insulto: es reflejo. El país ha empequeñecido
su moral, su ambición, su visión. Se admira al que grita, no al que construye. Se premia al que se cuela, no
al que se esfuerza. Se sigue al que entretiene, no al que guía. Y mientras tanto, todos saben lo que es
correcto. Todos. Y sin embargo, no lo hacen. Y eso, como advirtió Gandhi, es la peor forma de cobardía.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo seguiremos simulando modernidad mientras funcionamos con lógicas
coloniales? ¿Hasta cuándo seguirá esta élite urbana evadiendo la responsabilidad que le toca? El país no
necesita más excusas ni más diagnósticos. Necesita un puñado de personas con carácter. Un mínimo de
conciencia con agallas. Necesita que al menos algunos hagan lo que saben que es correcto. Porque si no
lo hacen, serán responsables de la ruina que viene. No por lo que hicieron, sino por lo que decidieron no
hacer.